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Cuando un escritor recurre a un idioma que no es el suyo materno, o bien lo hace por necesidad, como Conrad, o debido a una ardiente ambición, como Nabokov, o en aras de un mayor distanciamiento, como Beckett. Perteneciente yo a diferente asociación, en el verano de 1977 y en Nueva York, cuando ya llevaba cinco años viviendo en el país, compré en una tiendecilla de máquinas de escribir, en la Sexta Avenida, una «Lettera 22» portátil y empecé a escribir en inglés (ensayos, traducciones, y de vez en cuando algún poema) por una razón que muy poco tenía que ver con lo antedicho. Mi único propósito entonces, como ahora, era aproximarme al hombre al que yo consideraba como la mente más privilegiada del siglo XX: Wystan Hugh Auden.

Desde luego, conocía perfectamente la futilidad de mi empresa, no tanto por haber nacido yo en Rusia y bajo los auspicios de su idioma (que nunca he de abandonar… y espero que por su parte también sea así) como por la inteligencia de este poeta, que en mi opinión no tiene igual. Conocía la futilidad de este esfuerzo, además, porque Auden había muerto hacía ya cuatro años. Sin embargo, para mí, escribir en inglés era la mejor manera de acercarme a él, de trabajar según sus normas, de ser juzgado, si no por su código de conciencia, al menos por lo que en el idioma inglés, sea lo que fuere, hizo posible este código de conciencia.

Estas palabras, la propia estructura de estas frases, muestran a cualquiera que haya leído una sola estrofa o un solo párrafo de Auden, cómo fallo yo. Para mí, no obstante, un fallo según los patrones de él es preferible a un éxito medido por los de otros. Además, desde un buen principio supe que estaba abocado al fracaso, y lo que ya no puedo decir es si esta especie de sobriedad era cosa mía o procedía de sus escritos. Todo lo que espero mientras escribo en su lengua es que no rebaje su nivel de operación mental, su plano de contemplación. Esto es todo cuanto uno puede hacer por un hombre mejor: continuar en su vena, y esto, creo yo, es en lo que consisten todas las civilizaciones.

Sabía que, por temperamento y otras cosas, yo era un hombre diferente y que, en el mejor de los casos, sería visto como su imitador. No obstante, ello sería para mí un cumplido. También contaba con una segunda línea defensiva: siempre podía volver a mis escritos en ruso, en los que tenía plena confianza y que incluso a él, de haber conocido el idioma, probablemente le habrían gustado. Mi deseo de escribir en inglés no tenía nada que ver con cualquier sensación de confianza, satisfacción o comodidad; se trataba, simplemente, del deseo de complacer a una sombra. Desde luego, allí donde él se encontraba entonces difícilmente podían importar las barreras lingüísticas, pero de algún modo yo pensaba que a él podría agradarle más que me expresara ante él en inglés. (Aunque, cuando lo intenté, en los verdes prados de Kirchstetten, hace ahora once años, la cosa no funcionó; mi inglés de entonces era mejor para leer y escuchar que para hablar. Y tal vez fuera mejor así.)

Para plantearlo de manera distinta, incapaz de devolver todo lo que se le ha dado, uno trata de pagar al menos en la misma moneda. Después de todo, él mismo lo hizo, al tomar la métrica de Don Juan para su Carta a Lord Byron o el hexámetro para su Escudo de Aquiles. Cortejar siempre exige un nivel de autosacrificio y asimilación, sobre todo si uno está cortejando a un espíritu puro. En vida, este hombre hizo tanto que la creencia en la inmortalidad de su alma resulta casi inevitable. Lo que nos dejó equivale a un evangelio a la vez aportado y llenado por un amor que lo es todo menos finito, es decir, con un amor que en modo alguno puede alojarse en carne humana y que, por consiguiente, necesita palabras. Si no hubiera iglesias, fácilmente se hubiera podido construir una sobre este poeta, y su precepto principal diría más o menos aquello suyo de

If equal affection cannot be,

Let the more loving one be me

«Si no puede haber un afecto igual / Deja que el más amante sea yo.»



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