EL HIJO DE LA CIVILIZACIÓN (2)

Trabajó en poesía rusa durante treinta años y lo que realizó pervivirá mientras exista la lengua rusa. No cabe duda de que sobrevivirá al régimen actual de aquel país y a cualquiera que le pueda seguir, tanto por su lirismo como por su profundidad. Hablando con toda franqueza, yo no conozco nada en la poesía mundial que pueda compararse a la calidad reveladora de esos cuatro versos de su poema Versos del soldado desconocido, escrito un año antes de su muerte:

Un desorden arábigo, una confusión,

la luz de las velocidades afilada en un haz,

y con sus oblicuas suelas

un rayo permanece en equilibrio en mi retina.

Aquí apenas hay gramática, pero no se trata de un modelo modernista, sino que es el fruto de una increíble aceleración psíquica que en otros tiempos fue la responsable de las brechas abiertas por Job y Jeremías. Ese afilar las velocidades es tanto un autorretrato como una increíble penetración en la astrofísica. Lo que él oyó a sus espaldas «apresurándose cerca» no era ningún «carro con alas» sino su «siglo perro-lobo» y él corrió mientras hubo espacio. Cuando el espacio acabó, se lanzó al tiempo.

Lo que también significa contra nosotros. Y este pronombre no sólo representa a los lectores de habla rusa. Casi con seguridad, más que ningún otro poeta de este siglo, fue poeta de la civilización y contribuyó a aquello que había sido motivo de su inspiración. Cabría incluso decir que pasó a formar parte de esto antes de ir al encuentro de la muerte. Por supuesto que era ruso, pero tampoco era más ruso que Giotto era italiano. La civilización es la suma total de diferentes culturas, animadas por un numerador espiritual común, y su vehículo principal -hablando tanto desde un punto de vista metafórico como literal- es la traducción. El extravío de un pórtico griego en la latitud de la tundra es la traducción.

Su vida, al igual que su muerte, fue resultado de esa civilización. Con un poeta, la postura ética de uno, hasta el mismo temperamento de uno, están determinados y conformados por la estética de uno. Esto es lo que explica que los poetas se encuentren invariablemente enfrentados con la realidad social y que su índice de mortalidad indique la distancia que establece esta realidad entre ella misma y la civilización. Lo mismo ocurre con la calidad de la traducción.

Un hijo de la civilización debería basarse en el principio del orden y del sacrificio. Mandelstam encarnaba ambos y cabe esperar de sus traductores que den por lo menos una semblanza de paridad. Los rigores implícitos en la producción de un eco, por formidables que puedan parecer, son en sí un homenaje a aquella nostalgia de una cultura mundial que impulsó y conformó el original. Los aspectos formales de la poesía de Mandelstam no son el producto de una poética atrasada sino que son, en realidad, las columnas de aquel pórtico al que hacíamos referencia anteriormente. Eliminarlas no sólo equivaldría a reducir la propia «arquitectura» a montones de escombros y a meras barracas, sino que sería mentir en relación con todo aquello por lo cual el poeta vivió y murió.

La traducción es una búsqueda de un equivalente, no un sustituto. Exige una estilística, si no psicológica, por lo menos afín. Por ejemplo, el idioma estilístico que podría usarse para traducir a Mandelstam al inglés sería el del último Yeats (con quien tiene tanto en común desde el punto de vista temático), pero el inconveniente estriba en que la persona que dominase este idioma -suponiendo que tal persona existiera- seguramente preferiría escribir sus propios versos en lugar de devanarse los sesos haciendo la traducción (que, por otra parte, tampoco compensa). Pero, dejando aparte las habilidades técnicas e incluso la afinidad psicológica, la cualidad más básica que debería poseer un traductor de Mandelstam debería ser poseer o, en caso contrario, desarrollar un sentimiento de características parecidas en relación con la civilización.

Mandelstam es un poeta formal en el sentido más elevado de la palabra. Para él un poema empieza con un sonido, con «una conformación de la forma moldeada y hermanada», según él mismo decía. La ausencia de este criterio reduce incluso la versión más exacta de su imaginería a una lectura apenas estimulante. «Yo, solo, trabajo en Rusia a partir de la voz, en tanto a mi alrededor garrapatea la chusma total», dice Mandelstam, refiriéndose a sí mismo, en su Cuarta prosa, hablando con una furia y una dignidad propias de un poeta que se da cuenta de que la fuente de su creatividad condiciona su método.

Sería fútil y estaría fuera de razón esperar de un traductor que hiciera lo mismo: la voz a partir de la cual y por la cual uno trabaja es, inevitablemente, única, pese a lo cual cabe la posibilidad de aproximarse al timbre, al tono y al ritmo reflejados en el metro del verso. Convendría tener presente que los metros de versificación son en sí magnitudes espirituales que no pueden ser sustituidas por nada. Ni siquiera pueden ser reemplazados entre sí y, en menor medida todavía, por el verso libre. Las diferencias de metro son diferencias de aliento y de latido, las diferencias del esquema de la rima son las de las funciones cerebrales, el tratamiento despreocupado de cualquiera de las dos cosas es, en el mejor de los casos, un sacrilegio y, en el peor, una mutilación o un asesinato. En cualquier caso, es un crimen de la mente que el que lo perpetra -sobre todo si no es atrapado- paga con su progresiva degradación intelectual y, en cuanto a los lectores, compran una mentira.

De todos modos, los rigores involucrados en la producción de un eco decente son muy graves porque traban excesivamente la individualidad. Las llamadas a favor del uso de un «instrumento de poesía en nuestro propio tiempo» son excesivamente estridentes y los traductores se precipitan a encontrar sustitutos. Esto sucede primordialmente porque esos traductores son generalmente poetas y lo que más cuenta para ellos es su propia individualidad. Su concepción de la individualidad no hace sino impedir la posibilidad del sacrificio, que es el rasgo básico de la individualidad madura (y también la exigencia básica de toda traducción, incluso técnica). El resultado efectivo es que un poema de Mandelstam, tanto desde el aspecto visual, como desde el de su textura, parece más bien una insípida poesía de Neruda o un poema escrito en urdu o en swahili. En el caso de que sobreviva, el hecho obedece a la rareza de sus imágenes o a su intensidad, que hacen que el poema adquiera a ojos del lector un cierto carácter etnográfico. El difunto W. H. Auden dijo: «No veo por qué se considera a Mandelstam un gran poeta. Las traducciones que he visto de él no me convencen de que lo sea.»

No nos sorprende. En las versiones existentes, se ofrece un producto absolutamente impersonal, una especie de común denominador del arte verbal moderno. Si se tratase simplemente de malas traducciones, el desaguisado no sería tan grande, porque las malas traducciones, precisamente por su mala calidad, estimulan la imaginación del lector y provocan en él el deseo de ir más allá del texto o de abstraerse de él, y constituyen un acicate para su intuición. Pero en los ejemplos que se tienen a mano esta posibilidad queda prácticamente eliminada: son versiones que llevan el sello de un provincianismo estilístico seguro de sí mismo y, por ello, insufrible, y la única observación optimista que puede hacerse con respecto a las mismas es que un arte de calidad tan baja como el que evidencian constituye un signo indiscutible de una cultura extremadamente distante de la decadencia.

La poesía rusa en conjunto, y Mandelstam en particular, no merece ser tratada como un pariente pobre. La lengua y la literatura compuesta en la misma, de manera especial la poesía, son lo mejor que posee el país. Pese a todo, no es la inquietud por el prestigio de Mandelstam o por el prestigio de Rusia lo que le hace estremecerse a uno viendo lo que se ha hecho con sus versos vertidos al inglés, sino más bien la sensación de expoliación de la cultura en lengua inglesa, de degradación de sus propios criterios, de regateo del reto espiritual. «De acuerdo -podría decir un joven poeta americano o un lector de poesía después de leer esos volúmenes-, lo mismo ocurre en Rusia.» Pero lo que ocurre en Rusia no es lo mismo. Dejando aparte sus metáforas, la poesía rusa ha dado un ejemplo de pureza y firmeza moral que han quedado reflejadas en gran parte en la preservación de formas llamadas clásicas sin que ello afecte en nada a su contenido. En esto estriba precisamente su distinción de sus hermanas occidentales, aún cuando esto no permita presumir de manera alguna que se pueda juzgar a cuál favorece más esta distinción. Sin embargo, es una distinción y, aunque sólo sea por razones puramente etnográficas, esta cualidad debería quedar preservada en la traducción en lugar de ser introducida a la fuerza en algún tipo de molde común.

Un poema es el resultado de una cierta necesidad: es inevitable, al igual que lo es su forma. Según dice la viuda del poeta, Nadeyda Mandelstam, en su Mozart y Salieri (obra obligada para todo aquél que se interese por la psicología de la creatividad), «la necesidad no es una coacción ni es la maldición del determinismo, sino que es un vínculo entre épocas, siempre que la antorcha heredada de los antepasados no sea pisoteada». Las necesidades, por supuesto, no pueden ser reproducidas como un eco, pero la indiferencia de un traductor ante formas que están iluminadas y consagradas por el tiempo no es otra cosa que pisotear aquella antorcha. La única cosa de bueno que tienen las teorías presentadas para justificar esta práctica es que sus autores quedan compensados manifestando sus opiniones en letra impresa.

Como si fuera consciente de la fragilidad y perfidia de las facultades y sentidos del hombre, el poema apunta a la memoria humana. A este fin, utiliza una forma que es esencialmente un procedimiento mnemotécnico, permitiendo que el cerebro de un individuo retenga una palabra -y simplificando la labor de retenerla- cuando se ha renunciado a todo el resto. La memoria suele ser lo que resiste hasta el final, como si tratara de batir una marca de permanencia. Puede ocurrir, pues, que un poema sea lo último en abandonar los babeantes labios de un moribundo. Nadie esperaría de un inglés nativo que, en un momento así, musitara los versos de un poeta ruso, pero si lo que murmurara fuera algo escrito por Auden o Yeats o Frost, se encontraría más próximo a los originales de Mandelstam que los traductores actuales.

Dicho en otras palabras, el mundo de habla inglesa todavía no ha oído esa voz nerviosa, pura, aguda, empapada de amor, de terror, de memoria, de cultura, de fe… una voz que acaso tiemble como la llama de una cerilla azotada por el viento, pero que es decididamente inextinguible. La voz que permanece cuando se ha ido quien la tuvo. Uno siente la tentación de decir que fue un Orfeo moderno: enviado al infierno, jamás volvió, mientras su viuda huyó a través de la sexta parte de la superficie de la tierra, aferrada a su cacerola con las canciones de él en su interior memorizándolas por la noche por si las Furias las encontraban tras una orden de registro. Éstas son nuestras metamorfosis, nuestros mitos.

(1977)



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