Joseph Brodsky. Marca De Agua (3)

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Hace poco, vi en alguna parte la fotografía de una ejecución en tiempos de guerra. Tres hombres pálidos, delgados, de estatura media y sin rasgos faciales destacables (la cámara los tomaba de perfil) de pie en el borde de una zanja recién excavada. Tenían aspecto septentrional -en realidad, creo que la foto fue hecha en Lituania-. Inmediatamente detrás de cada uno de ellos, había un soldado alemán con una pistola. En la distancia, se alcanzaba a distinguir un montón de otros soldados: los mirones. Parecía el comienzo del invierno o el final del otoño, puesto que los soldados llevaban abrigos. Los condenados, los tres, vestían en idéntica forma, con gorras de paño, pesadas chaquetas negras sobre camisas blancas sin cuello: el uniforme de las víctimas. Para colmo, tenían frío. Debido en parte a ello, escondían la cabeza entre los hombros. Al cabo de un segundo, morirían: el fotógrafo apretó su botón un instante antes de que los soldados apretaran sus gatillos. Los tres aldeanos escondían la cabeza entre los hombros y miraban de soslayo como lo hacen los niños cuando prevén el dolor. Esperaban ser heridos: quizá malheridos; esperaban el ensordecedor -¡tan cerca de los oídos!- sonido de un disparo. Y miraban de soslayo. ¡Porque el repertorio de las respuestas humanas es tan limitado…! Lo que se les acercaba era la muerte, no el dolor; sin embargo, sus cuerpos no podían distinguir la una del otro.

Una tarde de noviembre de 1977, en el Londra, donde yo estaba alojado por cortesía de la Bienal de Diseño, recibí una llamada telefónica de Susan Sontag, que se encontraba en el Gritti por una invitación similar. «Joseph», dijo, «¿qué haces esta noche?» «Nada», le respondí, «¿por qué?» «Bueno, es que me tropecé con Olga Rudge hoy, en la piazza. ¿La conoces?» «No. ¿Te refieres a la mujer de Pound?» «Sí», dijo Susan, «y me invitó esta noche. Me da miedo ir sola. ¿Irías conmigo, si no tienes otros planes?» No tenía ninguno y dije que sí, claro, habiendo entendido demasiado bien su aprensión. La mía, pensé, podía ser aún mayor. Bueno, para empezar, en mi oficio, Ezra Pound es un gran negocio, prácticamente una industria. Muchos grafómanos americanos han encontrado en Ezra Pound un maestro y un mártir. De joven, yo había traducido bastantes fragmentos suyos al ruso. Las traducciones eran una porquería, pero se publicaron inmediatamente, por cortesía de un criptonazi del consejo de redacción de una revista literaria muy solvente (ahora, por supuesto, el hombre es un fervoroso nacionalista). Me gustaba el original por su frescura juvenil y su verso tenso, por su variedad temática y estilística, por sus voluminosas referencias culturales, entonces fuera de mi alcance. También me gustaba su orden de «hacerlo nuevo» -me gustó, debo decir, hasta que comprendí que la verdadera razón para hacerlo nuevo era que estaba completamente viejo; que estábamos, después de todo, en una fábrica-. En cuanto a su situación en St. Elizabeth, a los ojos de un ruso, no había por qué enloquecer y, en cualquier caso, era mejor que los nueve gramos de plomo que sus arengas radiales de la época de la guerra le hubiesen valido en otra parte. Los Cantos, además, me dejaban frío; el principal de sus errores era un viejo error: buscar la belleza. En alguien con tan prolongada residencia en Italia, era sorprendente que no hubiese entendido que no era posible tomar la belleza por objetivo, que siempre es el subproducto de otras actividades, a menudo muy vulgares. Sería bueno, creo, publicar sus poemas y sus discursos en un solo volumen, sin ninguna introducción erudita, y ver qué pasa. Un poeta debería saber mejor que nadie que el tiempo no reconoce distancia alguna entre Rapallo y Lituania. También creo que admitir que uno ha tirado su vida a la basura es más valiente que perseverar en el papel de genio perseguido, con el brazo bien alzado en el saludo fascista al regresar a Italia, con las subsiguientes negativas respecto del significado del gesto, con entrevistas concedidas con reticencia, y con capa y bastón, cultivando el aspecto de un sabio con el claro resultado de parecerse a Haile Selassie. Para algunos de mis amigos, seguía siendo grande, y ahora yo iba a ver a su mujer.

La dirección correspondía al sestiere de la Salute, la parte de la ciudad, por lo que yo sabía, con el mayor porcentaje de extranjeros, especialmente anglosajones. Tras algunas vueltas, encontramos el sitio, no demasiado lejos, en realidad, de la casa en que vivió Régnier en la segunda década del siglo. Llamamos, y lo primero que vi, después de que la mujercita de los ojos como gotas brillantes tomara forma en el umbral, fue el busto del poeta por Gaudier-Brzeska en el suelo del salón. La garra del aburrimiento era rápida pero segura.

Se sirvió té, y apenas habíamos bebido el primer sorbo cuando la anfitriona -una dama de pelo gris, diminuta, pulcra, con muchos años encima- alzó un fino dedo, que se deslizó en el surco de un invisible disco mental, y de sus labios fruncidos brotó un aria cuya partitura había sido de dominio público al menos desde 1945. Que Ezra no era fascista; que ellos temían que los americanos (lo cual sonaba bastante extraño viniendo de una americana) lo enviaran a la silla eléctrica; que no sabían nada de lo que estaba sucediendo; que no había alemanes en Rapallo; que él viajaba de Rapallo a Roma sólo dos veces al mes por lo de la radio; que los americanos, nuevamente, se equivocaban al pensar que Ezra tenía intención… En cierto punto, dejé de registrar lo que decía -lo cual es fácil para mí, por no ser el inglés mi lengua materna- y me limité a asentir en las pausas, o allí donde ella puntuaba su monólogo con un «¿Capito?» reiterativo como un tic. Una grabación, pensé; la voz de su amo. Hay que ser cortés y no interrumpir a la señora; es basura, pero ella la cree. Hay algo en mí, supongo, que siempre respeta el aspecto físico de la palabra humana, más allá de su contenido; el movimiento mismo de los labios de alguien es más esencial que lo que los mueve. Me hundí más profundamente en mi sillón y traté de concentrarme en las galletas, ya que no había cena.

Lo que me arrancó al ensueño fue el sonido de la voz de Susan, que implicaba que la grabación se había detenido. Había algo raro en su timbre y presté atención. «Pero seguramente, Olga», decía, «usted no creerá que los americanos se enfadaron con Ezra por sus discursos por la radio. Porque, de haber sido sólo por eso, Ezra no hubiese sido más que otro Tokyo Rose.» Entonces, hubo una de las mejores declaraciones que yo haya oído jamás. Miré a Olga. Hay que decir que ella lo tomó como un hombre. O, aún mejor, como una profesional. O no alcanzó a comprender lo que Susan había dicho, aunque lo dudo. «¿Qué fue, pues?», preguntó. «Fue el antisemitismo de Ezra», replicó Susan, y vi el corindón de la púa del dedo de la vieja dama posarse en el surco otra vez. En ese lado del disco se oía: «Hay que entender que Ezra no era antisemita; que, después de todo, su nombre era Ezra; que algunos de sus amigos eran judíos, incluyendo un almirante veneciano; que…». La melodía era igualmente familiar e igualmente prolongada -alrededor de tres cuartos de hora; pero esta vez teníamos que irnos-. Agradecimos a la vieja dama la velada y le dijimos adiós. Yo, por una vez, no sentí la tristeza que habitualmente se siente al salir de la casa de una viuda -o, en ese mismo orden de cosas, al dejar solo a cualquiera en un lugar vacío-. La vieja dama estaba en buena forma, y en una posición holgada; encima, tenía la comodidad de sus convicciones; una comodidad, sentí, que iba a tener que defender en cierta medida. Creo que yo nunca había conocido un fascista, ni joven ni viejo; sin embargo, había tratado a un número considerable de miembros del viejo PC, y fue por eso que el té en casa de Olga Rudge, con aquel busto de Ezra en el suelo, hizo sonar, por así decirlo, una campana. Salimos de la casa, echamos a andar hacia la izquierda y, dos minutos más tarde, nos encontramos en la Fondamenta degli Incurabili.

¡Ah, el antiguo poder de sugestión del lenguaje! ¡Ah, esa legendaria capacidad de las palabras para significar más de lo que en realidad dicen! ¡Ah, el gatillo, la culata y el cañón del oficio! Por supuesto, el «Dique de los Incurables» recuerda la peste, las epidemias que solían barrer la mitad de la población de esta ciudad, siglo tras siglo, con la regularidad de un agente del censo. El nombre evoca los casos desesperados que, más que deambular, se echaban allí, sobre las losas, literalmente agonizantes, envueltos en sudarios, a esperar que los acarrearan -o, más bien, los embarcaran- y los llevaran lejos. Antorchas, humo, máscaras de gasa para prevenir la inhalación, susurros de vestiduras y hábitos de monjes, grandes capas negras, velas. Gradualmente, la procesión fúnebre se convierte en un carnaval, o en un verdadero paseo, donde se impone el uso de la máscara, puesto que en esta ciudad todo el mundo conoce a todo el mundo. Hay que añadir a ello los poetas y los compositores tuberculosos; y también hay que añadir los hombres de convicciones imbéciles o los estetas desesperadamente enamorados de este lugar: así, el dique merecerá su nombre y la realidad estará a la altura del lenguaje. Agreguemos igualmente que la relación entre peste y literatura (la poesía en particular, y la poesía italiana en especial) fue bastante intrincada desde el principio. Que el descenso de Dante al Infierno debe tanto a Homero y Virgilio -escenas episódicas, después de todo, de la Iliada y la Eneida- como a la literatura medieval bizantina sobre el cólera, con su tradicional concepto del entierro prematuro y la subsiguiente peregrinación del alma. Agentes del Infierno excesivamente entusiastas yendo y viniendo por la ciudad golpeada por el cólera, ajustarían la mira sobre un cuerpo completamente deshidratado, pondrían los labios en las fosas nasales del moribundo y aspirarían el espíritu de su vida, proclamándolo de ese modo muerto y en condiciones de ser enterrado. Una vez abajo, el individuo pasaría por infinitas salas y cámaras, alegando haber sido enviado al mundo de los muertos injustamente y reclamando una reparación. Tras obtenerla -habitualmente ante un tribunal presidido por Hipócrates-, retornaría lleno de historias acerca de aquellos con los que tropezara en las salas y las cámaras inferiores: reyes, reinas, héroes, mortales famosos e infames de su época, arrepentidos, resignados, desafiantes. ¿Suena familiar? Bueno, en gran parte por el poder de sugestión del oficio. Nunca se sabe qué engendra qué: si una experiencia, un lenguaje, o un lenguaje, una experiencia. Ambos son capaces de generar un montón de cosas. Cuando uno está gravemente enfermo, imagina toda clase de resultados y evoluciones que, por lo que sabemos, jamás tendrán lugar. ¿Se trata del pensamiento metafórico? La respuesta, creo, es sí. Salvo por el hecho de que, cuando uno está enfermo, espera, inclusive contra toda esperanza, curarse, que la enfermedad se detenga. Así, el fin de la enfermedad es el fin de sus metáforas. Una metáfora -o, más ampliamente, el lenguaje mismo-, por lo general, carece de límites fijos, anhela la continuidad: una vida después de la muerte, si se quiere. En otras palabras (sin la pretensión de jugar con ellas), la metáfora es incurable. Hay, pues, que agregar a todo esto la propia persona, un portador de este oficio, o de este virus -en realidad, de un par de ellos, afilando los dientes para un tercero-, arrastrando los pies en una noche ventosa por la Fondamenta, cuyo nombre proclama su diagnóstico, sin atender a la naturaleza de la enfermedad.

¡La luz de invierno en esta ciudad! Tiene la extraordinaria propiedad de aumentar el poder de resolución del ojo hasta el punto de la precisión microscópica: la pupila, especialmente cuando es de la variedad gris o mostaza-y-miel, humilla a cualquier lente Hasselblad y perfecciona los recuerdos posteriores, proporcionándoles una nitidez de National Geographic. El cielo es de un azul brillante; el sol, cuya dorada apariencia pasa bajo el pie de San Giorgio, se deja ir por encima de las incontables escamas de los inquietos rizos de la laguna; detrás, bajo las columnatas del Palazzo Ducale, un grupo de hombres bajos y robustos con chaquetas de piel aceleran su interpretación de Eme kleine Nachtmusik, sólo para uno, hundido en la silla blanca y mirando de soslayo los exasperantes gambitos de las palomas sobre el tablero de ajedrez de un vasto campo. El café del fondo de la taza es el único punto negro en, se percibe, un radio de kilómetros. Así son los mediodías aquí. Por la mañana, esta luz enfrenta tu ventana y, habiéndote abierto el ojo como una concha, corre ante ti, pasando sus largos rayos -como un escolar con prisa que hace sonar su bastón a lo largo de la verja metálica de un parque o un jardín- a lo largo de arcadas, columnatas, chimeneas de ladrillo, santos y leones. «¡Pinta! ¡Pinta!», te grita, tomándote equivocadamente por un Canaletto o un Carpaccio o un Guardi, o porque no confía en la capacidad de tu retina para retener lo que te ofrece, por no hablar de la capacidad de tu cerebro para absorberla. Tal vez lo último explique lo primero. Tal vez el arte no sea más que una reacción del organismo contra sus limitaciones retentivas. En cualquier caso, obedeces la orden y coges tu cámara, para complementar tus células cerebrales y tu pupila. Si esta ciudad tuviese alguna vez escasez de dinero, podría acudir directamente a la Kodak en busca de ayuda, o gravar sus productos salvajemente. Igualmente, mientras este lugar exista, mientras la luz de invierno brille sobre ella, las acciones de Kodak son la mejor inversión.

A la puesta de sol, todas las ciudades parecen maravillosas, pero unas más que otras. Los relieves se hacen más flexibles, las columnas más rotundas, los capiteles más rizados, las cornisas más resueltas, las agujas más nítidas, las hornacinas más hondas, los apóstoles parecen mejor vestidos y los ángeles más leves. En las calles, cae la oscuridad, pero aún es de día para la Fondamenta y ese gigantesco espejo líquido en que las motoras, los vaporetti, las góndolas, los botes y las barcazas, «como viejos zapatos cedidos», pisotean cuidadosamente las fachadas barrocas y góticas, sin ahorrarse tampoco el reflejo del espectador o de una nube pasajera. «¡Píntalo!», susurra la luz de invierno, detenida por el muro de ladrillo de un hospital o al llegar a su casa, en el paraíso del frontone de San Zaccaria, tras su largo tránsito por el cosmos. Y se siente la fatiga de esta luz cuando descansa en las conchas de mármol de Zaccaria durante cerca de una hora más, mientras la tierra le pone la otra mejilla a la luminaria. Es la luz de invierno en toda su pureza. No lleva calor ni energía, se ha desprendido de ellas y las ha dejado atrás, en algún lugar del universo, o en los cúmulos próximos. La única ambición de sus partículas es alcanzar un objeto y hacerlo, grande o pequeño, visible. Es una luz privada, la luz de Giorgione o de Belhni, no la luz de Tiépolo o de Tintoretto. Y la ciudad persiste en ella, saboreando su contacto, la caricia del infinito del que procede. Un objeto, en definitiva, es lo que hace del infinito algo privado.

Y el objeto puede ser un pequeño monstruo, con la cabeza de un león y el cuerpo de un delfín. Este último se retuerce; el primero rechina los colmillos. Podría adornar una entrada o, simplemente, sobresalir de una pared sin ningún propósito aparente, cosa que lo haría asombrosamente reconocible. En cierto oficio, a cierta edad, nada es más fácil de reconocer que la falta de propósito. Lo mismo reza para la fusión de dos o más rasgos o propiedades, por no mencionar los géneros. En conjunto, todas esas criaturas de pesadilla -dragones, gárgolas, basiliscos, esfinges con pechos de mujer, leones alados, cerberos, minotauros, centauros, quimeras- que nos llegan de la mitología (la cual, por derecho propio, debería tener el estatuto de surrealismo clásico) son nuestro autorretrato, en el sentido de que denotan la memoria genética de la evolución de la especie. Pequeñas maravillas que aquí, en esta ciudad surgida del agua, abundan. Tampoco en ellas hay nada de freudiano, de subconsciente o inconsciente. Dada la naturaleza de la realidad humana, la interpretación de los sueños es una tautología y, en el mejor de los casos, sólo se podría justificar por la relación entre la luz del día y la oscuridad. Es improbable, sin embargo, que este principio democrático sea eficaz en la naturaleza, donde nada disfruta de mayoría. Ni siquiera el agua, aunque lo refleje y lo refracte todo, incluida ella misma, alterando formas y sustancias, a veces amablemente, a veces monstruosamente. Eso es lo que explica la calidad de la luz de invierno aquí; es lo que explica su cariño tanto hacia los monstruitos como hacia los querubines. Es de presumir que también los querubines formen parte de la evolución de la especie. O del otro camino, el que da un rodeo, porque si se hace el recuento de los que hay en esta ciudad, superarán en número a los nativos.
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